Una Navidad inolvidable

27 diciembre, 2020
Una Navidad inolvidable

En qué momento empezamos o coincidir, no lo recuerdo exactamente. Fue poco antes de contraer matrimonio cuando conocí, uno a uno, a los amigos más cercanos de quien sería mi esposo. La mayoría ya casados y con hijos. No me resultó difícil incorporarme al círculo y, sin apenas darme cuenta, ya participaba de sus reuniones. Así construimos lazos muy fuertes de amistad, que aún perduran después de 30 años. 

Siendo muy pequeños nuestros niños, empezamos a reunirnos con mayor frecuencia. Las celebraciones de los cumpleaños, bautizos y primeras comuniones, los fines de cursos, vacaciones, Navidad o Año Nuevo, no fueron suficientes, así que establecimos lo que hasta al día de hoy añoran los hijos, y de ser sincera, nosotros los adultos también: La reunión de los viernes. 

Cinco matrimonios, cinco familias, intercambiábamos nuestros hogares cada fin de semana. “¡Es viernes! ¿Dónde sería la reunión?”, preguntaban niños y adolescentes. Para los chiquillos era una oportunidad de convivir con todos sus primos adoptivos. Era una fiesta. A los hombres en muchas ocasiones correspondió el ritual de prender el fuego y preparar la carne, en medio de risas y bromas, con cerveza en mano y largas conversaciones donde debatían los temas políticos más candentes, sin que la pasión se desbordara y, coincidiendo al final, en anécdotas comunes de su acontecer cotidiano. 

Las comadres, como así nos llamaban nuestros esposos, nos dedicábamos a jugar scrable. Fueron jornadas maravillosas de inolvidables atardeceres. ¡Cómo disfrutábamos! Sentadas en torno de una mesa, tratábamos de adivinar la palabra que nos daría más puntos. Sin respetar el tiempo, repasábamos una y otra vez el tablero, intentando leer entre líneas las posibles mezclas que darían significado a unas cuantas letras sueltas. 

Mientras resolvía la incógnita quien estaba en turno, las otras conversábamos de todo y de nada; de temas poco serios o de nuestras grandes preocupaciones, siempre rodeadas de exquisitos entremeses que la anfitriona preparaba con anticipación. Realmente poca atención poníamos al esfuerzo que hacía por descifrar aquel rompecabezas múltiple. En muchas ocasiones terminábamos riendo hasta llorar en un mar de carcajadas que nunca olvidarán nuestros hijos, felices de semejantes escenas de extrema algarabía. 

Para ellos el viernes era un día muy esperado. Todos compartían experiencias entre sí como si fueran parte de una sola familia; Corrían y saltaban, y cansados al final de unas horas, terminaban al frente del televisor o compartiendo las novedades de sus videojuegos, disfrutando de la convivencia, rodeados de los manjares que los tíos preparaban, y las risas escandalosas de las tías que jugaban divertidas.  

Viene a mi memoria una ocasión muy especial en que decidimos celebrar la Navidad en el rancho de los compadres. No podía faltar la posada con todo su ritual religioso, así que preparamos a los niños y repartimos los papeles principales. Les acondicionamos su vestuario y ensayamos los diálogos de cada uno de ellos. A los señores les tocaría pedir posada y las señoras representaríamos el papel de la casera, dando respuesta a sus versos. 

Todo empezó muy formal. Decidimos que el punto de reunión para empezar el recorrido sería una covachita alojada en un pequeño montículo de tierra, donde ya se sentía el calor de la fogata. Los peregrinos al frente, seguidos de los pastores y los reyes magos, iniciaron el recorrido en medio de cantos navideños, hasta llegar al frente de la casa que mantenía la puerta cerrada y desde donde nosotras les esperábamos.  

Con voz grave los hombres pidieron posada y tras concluir los últimos versos aceptando a los peregrinos, abrimos las puertas por donde entraron entre vivas y abrazos, satisfechos de haber participado en una de las tradiciones familiares más hermosas. Rápido se deshicieron de sus vestuarios y eufóricos pasaron a romper las piñatas que ya esperaban en el patio, adornado para la ocasión, entre luces y globos. 

Después de cenar regresamos a la covachita, donde se habían colocado unos tablones de madera que servirían de asiento para quienes participaríamos de una maravillosa velada literaria, en torno de una cálida fogata que ponía el toque mágico a la noche. Uno a uno fuimos tomando el turno para participar; Entre bromas y risas, vivas y aplausos unos cantaron, otros actuaron, unos más declamamos. 

Fue una experiencia que marcó la vida de todos. Lo disfrutamos tanto que lo vivido aquella noche formó parte de nuestros recuerdos por muchos años, cuando los hijos empezaron a crecer y poco a poco nos fueron dejando solos. Ahora con el paso de los años, cuando la mayoría de aquellos chiquillos ya son papás, piden la oportunidad de volver a reunirnos, como cuando ellos eran niños. 

Les comparto mis redes sociales: 

Facebook: @MiradadeMujer7lcp  

Twitter: @MiradadeMujer7