Comanche

17 agosto, 2022
Comanche

Tercera parte

Palabras Peligrosas

Este cuento titulado Comanche forma parte de 14 historias publicadas en el libro Aquellos: Narcocuentos mexicanos, disponible en Amazon. En la entrega anterior Fito, el Jabalí, y otros sicarios van al Rancho San José, todo parecía un día de campo, hasta se dieron el gusto de golpear a los empleados de una gasolinería; pero al llegar a la entrada de la propiedad, Fito escuchó un silencio muy quién sabe cómo, le entró la duda si seguir adelante o no.

Aquellos

…Nos adentramos a toda velocidad en aquella brecha de tierra amarillenta, yo creo que eran más de dos kilómetros. El monte cerrado. Íbamos dejando una polvareda que bañaba a las barretas que escoltaban el camino y a la camioneta que nos seguía. El terreno estaba plagado de baches y piedra bola. Rebotes tras rebotes y yo apretando la vejiga para no orinarme, y todo por no ir al baño en la gasolinería.

       Llegamos hasta una cerca de alambre de púas, la puerta de madera estaba cerrada. Había muchos huizaches en la entrada y dos postes con lámparas encendidas que nos iluminaban bien y bonito. Adentro, como a setenta metros y en planicie, se veía muy apenas una casa de un solo piso, rodeada de árboles y con las luces apagadas.

Un perro nos recibió ladrando enfurecido. La Coneja se bajó con todo y su arma para abrir la puerta. El animal lo quiso morder; le soltó un culatazo y desapareció, enseguida se escucharon aullidos a la distancia. Mi piel chinita. ¡No se puede, tiene candado! ¡¿Lo trueno?!, alcanzó a gritar y un disparo lo tumbó, cayó patas abiertas con el pómulo desflorado.

Para cuando bajamos de las camionetas ya nos habían reventado los parabrisas a tiros. Chingas a tu roña, no sé si lo pensé o lo dije, solo recuerdo que me tiré al suelo mientras disparábamos las metralletas a lo pendejo. ¡Pásenle a lo barrido, pinches culos!, una voz de hombre nos amenazaba desde la oscuridad. Estábamos destanteados en pleno madruguete. Uno de los chavillos que iba con nosotros, de buenas a primeras comenzó a chillar: ¡estoy herido, me muero! Me impresioné al verlo revolcarse en el zacatal, bañado en sangre. Nadie lo peló, los nuevos siempre andaban de relleno. Brínquense la cerca y reviéntenlos a la verga, ordenó el Jabalí, muy chingón el güey, hincado y cubriéndose detrás de la troca.

Los fogonazos saliendo de la casa, primero de un extremo, después del otro.

El Oso y el Venado fueron los primeros en cruzar la alambrada de púas, quedaron a cuerpo abierto, más tardaron en entrar que en morirse. Yo había pensado seguirlos, pero me detuve a tiempo, no traía tiros y nadie me había dado un cargador adicional –de seguro ninguno de mis compas se imaginó el desmadre que nos esperaba–. Volví a gatas a la camioneta y le pedí más balas al Zorro, este, sin voltear a verme, jaló una bolsa del asiento y me la aventó al pecho a raja madres.

Cargué a como pude con las manos tiritando, no sé si por miedo o por frío. Los tiros descuachando los últimos cristales de las trocas y atravesando las puertas como si fueran de cartón. Gritos por aquí y por allá. Yo estaba pecho tierra, refundido tras las llantas. De repente vi al notario arrastrándose en el terregal, de codos, en plena retirada, llevaba sangre en la espalda y una mano engarrotada al pecho. Avísenle a mi familia, por favor, avísenle a mi familia, decía con voz entrecortada. Ahorita les aviso, dame chance, dije de bote pronto, nervioso, yo ni sabía ni qué madre lo había parido. Se perdió entre el pastizal, allá por donde estaba el ganado.

La Chachalaca fundió a ráfagas las lámparas que nos hacían visibles, eso me dio seguridad; aunque no mucha, estaba por amanecer.

Fui a colocarme tras la caja de la camioneta, me faltaba el aire, traía la presión baja. Mis compas seguían tirando, replegados en las trocas o en los huizaches. Me puse en cuclillas, asomándome de vez en cuando a disparar. Imposible salir de un jalón, apenas sacaba el cañón y parecía como si alguien hubiera estado cazándome a la distancia. Los balazos impactando cerca de mis patas. Zumbidos y escupitajos de tierra. Yo apretaba los ojos a cada rato, me encogía de hombros.

La voz de la oscuridad seguía gritando encabronada: ¡¿a poco pensaban que me iba a dejar?! ¡¿Qué dijeron, aquí vive un pendejo y lo vamos a correr sin pedos?! ¡Órale, éntrenle a Torreón bailando!

El día clareando, el viento helado, el perro aullando a la distancia, entre el monte… Continuará.