
La indolencia del gobierno federal, su ausencia en los territorios más golpeados por el crimen y el sometimiento a intereses oscuros dentro de las estructuras estatales y municipales, han llevado a México a una crisis de gobernabilidad sin precedentes.
La presidenta Claudia Sheinbaum Pardo enfrenta hoy una caída libre en credibilidad, mientras la esperanza de millones de mexicanos se desvanece ante una realidad marcada por el miedo y la impunidad. Lo que prometió ser una transformación, se ha convertido en una herencia de violencia.
El asesinato de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, Michoacán, ocurrido durante el Festival de las Velas, es una dura muestra de que el crimen organizado sigue imponiendo su ley. Este hecho debe encender las alarmas en todo el país, particularmente en estados como el Estado de México, donde los alcaldes y gobernantes locales saben que desobedecer las órdenes del crimen puede costarles la vida.
Mientras tanto, las policías municipales, estatales y federales se muestran rebasadas y sin rumbo, incapaces de contener la ola de delitos del fuero común y federal que azota con fuerza regiones enteras del territorio nacional.
Lo más preocupante es que los gobiernos de Morena, lejos de enfrentar con firmeza la violencia, se muestran complacientes o indiferentes, creyéndose intocables. Permiten que los grupos delincuenciales controlen actividades económicas y sociales, afectando al comercio con cobros de piso, a los transportistas con extorsiones, y a las comunidades con la venta de drogas en plena calle.
Ejemplos como Tabasco, Tamaulipas y Sinaloa reflejan la profunda penetración criminal en las instituciones, donde el poder de las armas ha sustituido al del Estado.
El asesinato de Carlos Manzo, un alcalde que representaba valentía y decisión ante la delincuencia, exhibe la indolencia del gobierno federal y de los gobiernos estatales morenistas. Es la muestra más clara de que el llamado “segundo piso de la transformación” ha colapsado, dejando atrás las promesas del México de la esperanza para dar paso al México del miedo, la corrupción y la impunidad.
Hoy la soberanía nacional —esa que se presume en los discursos— no se refleja en la vida diaria de los ciudadanos. Un Estado que no protege a su pueblo ni garantiza seguridad no puede considerarse soberano.
México vive sin rumbo y sin autoridad, donde los violentos ordenan desde las sombras y el pueblo bueno es olvidado por quienes juraron servirlo.
¿Hasta cuándo la violencia dictará el destino del país?
El pueblo exige respuestas, no discursos.
Si me lo cuentas con Santo y Seña lo publicamos
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